Fotos: Yaimí Ravelo Rojas
Mérida (Venezuela).- A este país sudamericano la naturaleza le
regaló preciosos parajes, con grandes ríos, desiertos, valles, montañas,
volcanes, llanuras y playas que hacen las delicias de quienes los pueden ver
con sus ojos y de los que reciben esas imágenes a través de la televisión o la
fotografía.
En la Cordillera de los
Andes está uno de esos sitios, atractivo, emocionante y admirado por todo
el que llega; incluso, recordado por el que se va.
Los páramos merideños son una
tentación para toda persona que se precie de excursionista, viajera,
exploradora o, sencillamente curiosa. Llegar hasta ellos es muy difícil desde casi
todos los rincones de esta maravillosa nación porque son una gran extensión de
elevaciones, surcadas por empinadas y sinuosas carreteras.
Sin embargo, muchos viajan hasta
esos sitios, ubicados entre los estados de Táchira y Mérida y entre
Mérida y Trujillo. Y especialmente visitan el Pico del Águila o
Collado del Cóndor, el punto carretero más alto del país, con cuatro mil 118 metros
sobre el nivel del mar y muy bajas temperaturas.
Hasta aquí llegué en una jornada
alegre por los descubrimientos, y decidida a permanecer sin abrigo a cinco
grados Celsius aunque el frío cortara mi epidermis y lastimara mi
sensibilidad. Mientras disfrutaba esa
sensación nunca antes vivida, observaba detenidamente cada detalle de las
oscuras montañas, huérfanas de vegetación y azotadas por la brisa del lugar.
Casi tocando el cielo se levanta un
monumento erigido el 19 de diciembre de 1927, en honor al Libertador Simón
Bolívar, como recuerdo a la gesta emancipadora de los patriotas venezolanos
de 1813, durante su paso por los agrestes Andes.
En lo más alto bate sus alas un gran
cóndor, y en sus alrededores se fotografían los paseantes para eternizar las
emociones del viaje, con la piel erizada y las manos temblorosas por el frío y
con los ojos llenos de un paisaje inigualable, muy difícil de apreciar en otra
parte del mundo.
Vendedores de alimentos, bufandas,
guantes y gorros marcan la diferencia entre los viajeros y los residentes en
las comunidades cercanas, a la vez que un grupo de niños ríe, canta y juega
entre las heridas de la montaña para romper el silencio y hacer más bellos los
páramos merideños.
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