Cada año, en el mes
de abril, la vigésimo-segunda jornada tiene un nombre y una intención. Ese es el Día Mundial de la
Tierra, que se celebra desde hace varias décadas, y pretende que la
población toda, en el lugar que esté, desde el polo Norte hasta el Sur, tenga
conciencia de la contaminación y los problemas que se le asocian.
El primer intento ocurrió el 22 de abril de 1970, hace ya
42 años, y fue promovida por el senador y activista ambiental Gaylord Nelson,
para la creación de una agencia ambiental.
En esta convocatoria participaron más de mil
universidades, diez mil escuelas primarias y secundarias y centenares de
comunidades y, gracias a esa presión social, el gobierno de los Estados Unidos creó la
Agencia de Protección Ambiental y dictó varias leyes dirigidas a la protección
del medio ambiente.
Poco después, en 1972, se celebró la primera
conferencia internacional sobre el medio ambiente, conocida como Conferencia de
Estocolmo, cuyo objetivo fue sensibilizar a los líderes mundiales sobre la
magnitud de los problemas ambientales y que se instituyeran las políticas
necesarias para erradicarlos.
Recientemente, en el año 2009, y a propuesta del
presidente boliviano, Evo
Morales Ayma, la Asamblea
General de las Naciones Unidas decidió que la celebración se llame Día
Mundial de la Madre Tierra, una expresión común para referirnos al lugar en el
que vivimos, en diferentes países y regiones.
Estas jornadas apenas tienen 24 horas y no alcanzan
para convencer a todos de cuán importante es proteger al planeta y sus recursos
naturales, en aras de una vida plena, con aire puro, árboles, animales, ríos…
en fin, con lo que tenemos ahora y que, lamentablemente, va rumbo a la
desaparición.
Conservar la biodiversidad es la meta que nos
trazamos; pero, con mucha frecuencia, las listas rojas nos informan de especies
de la flora y la fauna que desaparecieron para siempre y de otras que
disminuyen de manera paulatina y de las cuales quedan unos pocos ejemplares.
La Tierra
hoy llora y clama por el concurso de sus hijos para que no la dejen ir, en una
muerte lenta, que no se ve en el día a día y sí con el paso de los años.
Así lo demuestran el incremento de la temperatura
global y los consiguientes deshielo y subida del nivel de los mares; también,
la severidad de fenómenos meteorológicos como sequías, inundaciones, ciclones y
los inesperados y destructores terremotos.
Todos esos problemas, de una u otra forma, lastiman
nuestro hábitat y deterioran la calidad de vida de la humanidad.
Los daños los sufrimos todos y la responsabilidad
recae, fundamentalmente, en los gobiernos de los países más desarrollados, que
impulsan las guerras y el uso de armas químicas y biológicas, la tala de
árboles, el desvío de las fuentes de agua, la industrialización y el consumo
excesivo de energía eléctrica y, por ende, de combustibles fósiles.
Ahora hay desertificación y sequía, los suelos tienen
mala calidad, crecen el cáncer, las enfermedades respiratorias y de la piel, se
reduce la capa de ozono, los bosques dan paso a grandes ciudades, nacen muchos
niños con malformaciones congénitas y escasea el agua potable.
Y, en medio de esa situación asusta lo que dicen los
científicos, de que en el año 2030, de seguir el actual paso, los terrícolas
necesitaremos dos planetas como el que tenemos, para satisfacer nuestras
necesidades y eso- lo sabemos- es imposible.
Entonces, cobra especial valor la educación ambiental
en todos los idiomas y en todos los rincones de la Tierra, ese planeta azul que
se ve precioso en las fotografías desde el espacio y que, por dentro, lamenta
la conducta de muchos que no cumplen las normas medioambientales.
Ellos y nosotros estamos llamados a vivir en armonía
con la naturaleza porque las lágrimas de la Tierra ya se dejan ver y no es
suficiente secarlas con un pañuelo. Es preciso evitar su tristeza para que la
vida de todos sea más alegre y para que perdure, por todos los tiempos, para
nuestros hijos y nietos.
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