Sesión del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba. Entre ellos, también vestida de azul, como el Comandante Fidel Castro, la autora de estas líneas. |
A Fidel Castro Ruz lo conocí
desde siempre, desde que aprendí a leer aquellas revistas Bohemia que llegaban a El Entronque de
Manatí, la comunidad rural en la que di mis primeros pasos; y también supe de
él por las historias que me hacían mis padres y mis abuelos paternos.
Luego lo descubrí poco a poco en la
pantalla del televisor, en las clases de Historia de Cuba y en la gran obra de la Revolución Cubana que
se multiplicaba por doquier, incluso en Las Tunas, un territorio
que fue una Cenicienta, olvidada y despreciada por todos los gobiernos de turno
y que logró convertirse en una tacita de oro, como aseguró él, el día 28 de
noviembre de 1988, cuando inauguró el Laminador 200-T.
Aprendí a amarlo sin haberlo visto
ni una vez y desde entonces juré seguir su ejemplo y continuar sus pasos, con
modestia, desde mi desempeño como estudiante, trabajadora, mujer y madre.
Lo vi dos veces. En una oportunidad,
de manera fugaz. Luego lo tuve muy cerca
y lo atrapé con mis ojos intensamente, largo rato, hasta llenarme de él y
sentirlo dentro de mí, para toda la eternidad.
Estaba en la Universidad de Oriente,
en Santiago de Cuba, y
estudiaba alguna materia cuando alguien avisó que Fidel recorría el rectorado. Me vestí con rapidez y cuando bajé aquellas
escaleras larguísimas, ya era tarde. Pero,
casualidad, pude verlo.
Decidí salir a caminar por la ciudad
y, de repente, en la Avenida Las Américas, sentí aquella sirena que hizo dar un
vuelco a mi corazón. Lo reconocí en
aquella caravana de autos y con todas las fuerzas de mi ser grité su nombre
¡Fidel!
Y, qué alegría, sacó su brazo por la
ventanilla del jeep y me dijo adiós. Fue un saludo rápido y anónimo porque no
tengo testigos, no hice fotos, y tampoco, audios. Solo en mi corazón está ese recuerdo.
Hace pocos meses lo volví a ver, en
las sesiones del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba,
y ese día atrapé sus palabras, llenas
de enseñanzas, de frases que quedarán para la historia de la Patria y de la
firme convicción de un comunista, de un defensor de ideas justas.
En ese instante nos dijo
que un día no estaría más; pero, que se iría con la satisfacción de haber
cumplido su deber. Creo que se despidió, con dignidad, con toda la dignidad del
mundo, y por eso lo atrapé con mis ojos, para decirles a mis hijos y mis amigos
que él es mío, que está dentro de mí, que nunca le fallaré y que eternamente le
honraré.
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